Por Alfredo Rosso (Parte 1)

Charly, un hermoso vicio, a los 70

      Siempre digo que si tuviésemos la desgracia, en un futuro distópico, que a algún tiránico emperador planetario se le ocurriese suprimir todos los libros y las enciclopedias y quemar las bibliotecas, como en la novela de Ray Bradbury “Farenheit 451”, aún así podríamos reconstruir la historia social, cultural y política de la Argentina de estos últimos 50 años con los discos de Charly García, y obviamente, con las letras de sus canciones.

     Además de excelencia musical, en la obra de Charly hay un componente extra, que está fuertemente ligado a su identificación con su generación y con su tiempo. Charly descubrió muy temprano que Rock y Libertad eran sinónimos. Al mismo tiempo, también descubrió a Los Beatles, y ya no hubo retorno posible.

     Los pioneros de La Cueva y aledaños (Los Gatos, Almendra, Manal, Moris, Vox Dei, etc.) ya habían puesto la piedra fundamental del rock argentino, cuando Charly García y Nito Mestre lanzaron al mundo el álbum Vida. Pero ese debut de Sui Generis traía una nueva perspectiva, una relación cercana y de igual a igual con su joven público, pero no por ello menos profunda. “Canción para mi muerte” parecía en la superficie una canción de amor, pero por debajo era un delicado juego de esgrima con “La Huesuda”; una reflexión existencialista que no desentonaba con el intercambio de piezas de ajedrez del film “El Séptimo Sello” -de Ingmar Bergman- entre el cruzado que vuelve de la guerra (Max Von Sydow) y La Parca. Acompañan, con su intensidad engañosamente simple, el romance adolescente de “Necesito” y la inocencia perdida de “Dime quién me lo robó”.

     El escorpiano aguijón de García se transparenta en toda su agudeza en “Natalio Ruiz, el hombrecito del sombrero gris”, personaje al que describe como “qué hombre serio paseando por la plaza” y le pregunta, como si lo tuviese cara a cara, de qué le habrá servido cuidarse tanto de la tos, beber con mucha moderación, hacer el amor “cada muerte de obispo” y fijarse todo el tiempo en el “que dirán”, si hoy, igual, ocupa un lugar más, con gente de su alcurnia… ¡en el cementerio de la Recoleta! Ese Natalio Ruiz que retrata Charly coincidía plenamente con la sociedad seria, gris y conservadora de la Argentina de principios de los ’70. Una sociedad cuya historia reciente no se podía discutir en público; épocas de gobiernos militares de facto con ínfulas mesiánicas; épocas en que la policía irrumpía en las plazas de noche con linternas para espantar a los amantes que se hacían mimos en los bancos, y cortaba el pelo a los jóvenes en un “coiffeur de seccional” como decía una letra de Pedro y Pablo, cuando decidía otorgarles “vacaciones por un día sin cobrarles” –Manal dixit- por portación de juventud. Los Natalio Ruiz, esos hombrecitos de sombrero gris, eran el colchón civil de aceptación de esos abusos al ser humano, el preservativo contra el cambio y la posibilidad de una sociedad descontracturada y libre.

     La educación –vista como adiestramiento para crear un rebaño humano dócil e indiferente- era el foco de García en “Aprendizaje”, con su retrato de ciertos maestros que “solo conocían su ciencia y el deber “y que nunca se animaban a decir una sola verdad. El tema es una de las piedras esmeriles de un disco como Confesiones de Invierno, que marcaba una clara evolución tanto en la prosa de Charly como en la coloratura de la música. Y respecto del tercer álbum, Pequeñas Anécdotas Sobre Las Instituciones, hoy día cuesta creer que semejante obra pudo ver la luz del día en medio del terror de la Triple A y el clima de violencia de la Argentina de 1974. Aquí hay mucho para festejar y descubrir en el alto grado de sofisticación musical alcanzado por Sui Generis, ahora aumentado con la incorporación ya casi fija de David Lebón en guitarras; Rinaldo Rafanelli en bajo y Juan Rodríguez en batería, con Charly manejando todo tipo de teclados innovadores. Pero, una vez más, sorprende la clarividencia de las letras, en especial la denuncia de “Las increíbles aventuras del Sr. Tijeras”, dedicada al censor de las películas de cine, que cortaba y prohibía films a mansalva, amparado por un aparato oficial que se arrogaba el derecho de decidir qué podían o no ver los ciudadanos de esta región del sur del continente, al que María Elena Walsh certeramente y seguro que con un gran dejo de impotencia describió como “el País Jardín de Infantes”.

     Cuando García vio que Sui Generis había llegado, en su opinión, todo lo lejos que le permitía su estructura, decidió cambiar de aires y elevó la apuesta musical creando La Máquina de Hacer Pájaros. Ahora con dos teclados (él y Carlos Cutaia) para dibujar el contorno expansivo de las nuevas composiciones, un guitarrista virtuoso como Gustavo Bazterrica y una sólida base rítmica con José Luis Fernández y Oscar Moro, La Máquina era justamente eso: una locomotora musical que, además, traía consigo una nueva proyección lírica en la que romance, humor e ironía se fusionaban con eufemísticos dardos a la maledicencia social del recién inaugurado Proceso militar, en temas como “Hipercandombe”, “Qué se puede hacer salvo ver películas” y esa oda/exhortación a levantar el copete en medio de la adversidad que es “No te dejes desanimar”con su frase sublime “… no te dejes matar / quedan tantas mañanas por andar…”

(En la segunda parte, Seru Giran y Charly solista, de los ’70 al presente)

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